EL MUNDO ESTÁ NERVIOSO
TIENE TEMORES
HISTORIA DEL PROGRESO HUMANO
Texto: Johan Norberg – Fundación Rafael del Pino
Imágenes: Cortesía Google
En este artículo, intentaremos comprender por qué las cosas en el mundo están un poco confusas. A pesar de que la humanidad progresa, de que los economistas, los filósofos, los financieros, los profesionales hacen cosas maravillosas y de que desde hace veinte años cientos de miles de personas salen de la pobreza extrema, el mundo, sin embargo, tiene temores, está nervioso. El entorno político es complicado…
Johan Norberg, escritor, conferenciante y autor de varios documentales, acaba de publicar su más reciente libro titulado, «Abierto: la Historia del progreso Humano», de la editorial Deusto. La Fundación Rafael del Pino, organizó una Conferencia Magistral donde Norberg, explicó su punto de vista sobre este tema por demás importante e inquietante.
A continuación, ofrecemos el resúmen de la ponencia:
Norberg, intenta comprender por qué las cosas en el mundo están un poco confusas. En la política, en la sociedad, hay aspectos positivos y otros negativos. Todo el mundo progresa. Los economistas, los filósofos, los financieros, los profesionales hacen cosas maravillosas. Todos los días, desde hace veinte años cientos de miles de personas salen de la pobreza extrema. Incluso ahora, con esta pandemia furibunda, tenemos que recordar que lo importante en términos históricos no es el virus, es la vacuna, el hecho de que hemos podido vacunar a la población apenas un año después de que irrumpiera el virus en el mundo. Así es que el mundo progresa.
El mundo, sin embargo, tiene temores, está nervioso. El entorno político es complicado. En vez de buscar el beneficio mutuo, la opción del mundo político es obligar a los demás a hacer lo que uno quiere que se haga. Esto es así porque unos están demasiado abiertos y otros están demasiado cerrados. Es importante estar abiertos, pero muchas veces la política se centra en la suma cero. No es vive y deja vivir. Es comer o que te coman. Ambas realidades caben en nosotros mismos. Esto explica el progreso, pero también porqué, a veces, complicamos mucho las cosas. La apertura se nos da bien, pero la tememos. Tenemos una naturaleza doble: somos comerciantes, pero también somos tribalistas.
Empezando por la apertura, ¿cómo puede ser que el homo sapiens conquiste el mundo? Es curioso porque, si nos comparamos con otros animales, no somos muy fuertes, no somos muy rápidos, ni siquiera podemos volar, no nadamos muy bien. Carecemos, por tanto, de las capacidades físicas que pudieran dar a entender que somos los conquistadores del planeta. Pero sí tenemos un superpoder. Si nos miramos a los ojos en el espejo, se observa el blanco de los ojos, que es algo que solo tiene el ser humano. Los primates carecen de él. Otros mamíferos tienen una esclerótica marrón, no blanca, así es que no se les ve la mirada. Si encuentran un bocado sabroso o una pareja posible, no dejan que eso se vea para que puedan ser los primeros en llegar a esa comida o a esa pareja, así es que están engañando a los que se encuentran más cerca. El ser humano, sin embargo, tiene una estrategia distinta. Es muy importante que se sepa cuáles son sus intenciones, que los demás puedan interpretar su mirada.
Hace unos tres millones de años, algún antepasado aprendió a sobrevivir en la sabana africana porque era peligroso, hasta que nuestros antepasados comprendieron que podían cooperar. Entendieron que podían tirar piedras a los felinos y, si lo hacían a la vez, de manera coordinada, podían rodear al depredador y así apedrearlo hasta matarlo. En un momento pasamos de ser presas para convertirnos, en cazadores; pasamos a estar en lo más alto de la cadena alimenticia. Si revelamos nuestras intenciones, podemos cooperar; si cooperamos, conseguimos el objetivo, nos especializamos, aprendemos los unos de los otros y, de esta manera, conseguimos conquistar el planeta. Si a alguno de nuestros ancestros se le ocurría una idea, una innovación, por ejemplo, controlar el fuego o aprender a hacer un saco para transportar herramientas, los demás podían aprender observando, intercambiando. Así surge el comercio, y esto es lo que explica todo.
La civilización es la posibilidad de utilizar un conocimiento que uno no tiene. Quien no sabe leer el genoma, o crear una vacuna, puede beneficiarse de ella si forma parte de una sociedad en la que exista ese conocimiento. Quien no sabe hacerlo puede aprovecharlo porque vive en una civilización abierta en la que nos especializamos e intercambiamos libremente nuestras mejores ideas. Lo hemos hecho siempre. Por eso, los seres humanos somos distintos. Hace trescientos mil años ya lo éramos. En ese momento ya había homo sapiens y aparecen evidencias de comercio a larga distancia de herramientas y pigmentos. Esto es lo que explica este cambio, porque una persona no está limitada a sus conocimientos y destrezas. Por el contrario, cuantas más personas haya, cuantos más se intercambie, más se progresa. Parece un paso pequeño, pero hemos pasado de coordinar los esfuerzos para acabar con un león a poder lanzar cohetes. Esto es lo que supone estar abierto.
Aquellas regiones que han desarrollado instituciones, a veces por error, pero que han permitido que más personas busquen, descubran cosas nuevas, puedan innovar; son las regiones que prosperan porque son sociedades que están abiertas a nuevas ideas, tecnologías, descubrimientos, modelos de negocio que ellas, por sí solas, no consiguen. Desde fuera, los emigrantes, los misioneros, los comerciantes y desde dentro de la sociedad las minorías, los excéntricos, los innovadores. Esto es muy importante porque todas nuestras tecnologías, culturas, hábitos y tradiciones fueron innovaciones hace mucho tiempo, fueron cosas que no nos gustaban al principio.
Cuando se lee la historia de la tecnología, hay hallazgos aparentemente triviales como el paraguas, la bicicleta, el automóvil, el ordenador, internet, la vacuna, hasta llegar a la Ilustración, la libertad de expresión, la biología, todo ello en su momento se consideró raro, incluso peligroso. Pero surgieron debido a que algunas civilizaciones eran algo más abiertas, de forma que estas personas excéntricas podían jugar con esas ideas hasta que se consigue aprovecharlas. Así, a la larga prosperamos.
En algún momento, todos los modelos de negocio han sido considerados inútiles por alguien. Había sociedades que planificaban de arriba abajo. Estas ideas absurdas no podían prosperar. En estas sociedades no se permite experimentar y, por tanto, no pasan muchas cosas. Pero en una sociedad abierta, en un mercado abierto, estas ideas, estos métodos, no tienen que ser validados ante un programa. Pueden tener éxito si las aprovechamos de forma espontánea. Por eso aprovechamos tantos cerebros, tantas manos, tanto trabajo, tantas ideas que tanto aportan.
La edad clásica no es la primera edad de oro de un desarrollo científico y económico rápido. Ha habido otras muchas en distintas culturas, por ejemplo, los navegantes fenicios en el Mediterráneo, la Roma pagana, los Abasidas, Confucio en China, el Renacimiento católico o la república calvinista holandesa. El denominador común no es una cultura, una etnia o una religión; el rasgo común es que, en términos relativos, son civilizaciones abiertas al comercio, la migración, a nuevas ideas que surgen dentro y fuera de la sociedad.
Montesquieu estudió el Imperio Romano para tratar de comprender cómo los romanos consiguieron un imperio que duró tanto tiempo y tuvo tanto éxito. Y descubrió que aprovechaban las ideas nuevas para ir mejorando constantemente. La razón por la que los romanos fueron los conquistadores del mundo es porque estaban dispuestos a abandonar sus prácticas si encontraban otras mejores, incluso en los pueblos que conquistaban. Esto también vale para algunos señores de la guerra sanguinarios, como Gengis Kahn, cuyo imperio duró muchísimo tiempo. Lo construyó en muy poco tiempo, en parte porque fue un gran guerrero. Pero fue un gran guerrero porque, como los mongoles no tenían un sistema propio que pudieran imponer a sus súbditos, estaban dispuestos a adoptar los sistemas combinados de los demás. Buscaban la mejor solución y, cuando la encontraban, la hacían llegar a distintos países. Aunque era un guerrero sanguinario, Gengis Kahn permitió en su imperio una cierta libertad, una meritocracia. Solo así podía conseguir mejores tecnologías y formas tanto de hacer la guerra como de generar prosperidad para su gente. Cuando los mongoles invadieron Europa, dos terceras partes de su ejército no eran mongoles. Eran los mejores guerreros, ingenieros y pensadores de todo el imperio.
Cuando existen instituciones de este tipo, que perduran durante un tiempo, que gozan de la protección del imperio de la ley -derecho a la propiedad privada, a la libertad- con instituciones que permiten la innovación y la creatividad, entonces se da un salto cuantitativo en el progreso. Esto es lo que hemos visto en Occidente en los dos últimos siglos, con la Ilustración y la Revolución Industrial. De pronto aparecen instituciones que permiten que mucha gente mejore su nivel de vida. En los últimos doscientos años hemos aumentado la esperanza de vida de 30 a 70 años, hemos reducido la pobreza extrema del 90% al 9%. Por eso estamos aquí y podemos compartir historias de porqué unas sociedades aparecen y otras desaparecen. Antes, esto era una actividad a la que se dedicaba un pequeño grupo de personas. Ahora podemos debatirlo, podemos hablarlo, aparece en las redes sociales, lo leemos en la prensa a diario. Hemos conseguido una civilización extraordinaria porque podemos aprovechar los conocimientos, las innovaciones, los bienes y servicios que no podríamos crear nosotros solos. Estas son las buenas noticias derivadas de estar abiertos. Tenemos que valorarlo y cuidarlo en todo momento.
También hay malas noticias. En términos históricos desarrollamos una capacidad fantástica y podemos cooperar con otros en armonía, incluso con desconocidos. ¿Para qué? Para poder robar y matar a otros. Este es el tribalista que llevamos dentro. Nuestros antepasados llegan a lo más alto de la cadena alimenticia hace millones de años en la sabana africana y parece que no hay más amenazas. Pero resulta que sí las hay. Se trata de otros grupos de personas que cooperan mejor, que asaltan a los demás. Surge el miedo a que otros se organicen mejor y nos asalten, nos maten, nos roben. Esto hace que tomemos conciencia de quién está con nosotros y quién no lo está. Nosotros contra ellos. Este temor a los asaltantes de fuera, y a los aprovechados de dentro, hace que nos convirtamos en tribus. A veces, a corto plazo nos cuesta cooperar porque hay que arriesgar la vida, hay que luchar para quedarte con lo que queda después de la batalla. Pero si alguien no quiere luchar duro, hay que ser consciente de que es un aprovechado. Todo esto desarrolla el sentido de quién es de los nuestros y quién no, quién es leal y quién no, porque hay distintos grupos de nosotros. No es un juego de suma positiva, es uno de suma cero.
Si nos matan o nos roban, nos va peor. Este es un problema del que debemos de ser conscientes porque, en caso contrario, vamos a ser eliminados de la faz de la tierra y no vamos a poder hacer llegar nuestras ideas. Somos comerciantes y somos miembros de la tribu. Estamos intentando buscar puntos en común para poder trabajar conjuntamente con otros, pero también tenemos que ser muy conscientes de que los demás puede que sean traidores, de que podrían ir a por nosotros. Es así por razones históricas sólidas, pero quizá seamos demasiado sensibles.
Vamos a recordar un experimento perturbador, que tiene que ver con el arte moderno. A un grupo de alumnos se le lleva a un laboratorio. A los alumnos se les habla de dos pintores modernos: Kandinsky y Klimt. Después se les divide en dos grupos, el de los que les ha gustado Kandinsky y el de aquellos otros a los que les ha gustado Klimt. Ahora se distribuyen recompensas en los dos grupos, con lo que la gente se convierte en muy fieles a su respectivo grupo. Ningún grupo llega a conocer al otro; solo saben que son miembros del grupo Kandinsky o del grupo Klimt. Son grupos de personas que no se han visto en su vida, ni van a volver a verse. Están incluidos en cada grupo porque les había gustado la obra de Kandinsky o la de Klimt, pero se convierten en miembros fieles de su grupo, se deben a su grupo, a personas que no conocen que comparten este gusto por uno u otro pintor. Peor aún, no es solo formar parte del grupo. Es porque están, incluso, dispuestos a sacrificar una ventaja para su grupo a cambio de un perjuicio para el otro grupo.
O sea, está bien que el grupo propio vaya bien, pero es más importante que haya distancia entre tu grupo y el otro. Es decir, se está dispuesto a sacrificar beneficios para un grupo a cambio de castigar al otro, al que ni siquiera conocen, en función de un artista que, también es un desconocido. Si lo que nos interesa, pensando en la redistribución, en el castigo, en las recompensas y se basa en este juego de suma cero, que, históricamente, es el juego que nos ocupa en la sabana hace cientos de miles de años, esto nos sigue acompañando, sigue formando parte de nuestro ser en cuanto pensamos que formamos parte de un grupo. No es a título individual porque no funcionamos así individualmente. Cuando estamos uno a uno, intentamos maximizar los beneficios. Pero en cuanto nos identificamos como miembros de un grupo, pensamos en el otro grupo como un grupo que amenaza. Por eso, la política es un mundo de gran furor, porque el otro es el enemigo y tenemos que vencer, aunque nos cueste a nosotros.
Pensamos que el mundo es un juego de suma cero porque pensamos que así lo era. Pero no siempre porque nos beneficiamos del comercio, de la cooperación con otras tribus, con extranjeros, con desconocidos, pero no siempre y no es suficiente. Formar parte de la tribu, querer aventajar a nuestro grupo a costa de los demás, el temor al otro grupo funciona como un detector de humo. Las alarmas están diseñadas para ser muy sensibles porque, si no se disparan cuando hay un fuego de verdad, la cosa se acaba. Pero si es demasiado sensible y se dispara cuando no debe, no es tan peligroso. Esto es lo que nos pasa con este temor a otros grupos. Si no se es muy sensible a esas diferencias, a lo mejor te matan, con lo que somos muy sensibles a esas diferencias. Lo somos porque, en este mundo, en el que casi siempre nos planteamos un juego de suma positiva, la ciencia, la tecnología, la competencia, es algo relativamente nuevo. El hecho de que contemos con instituciones que nos protegen nos permite pensar en este juego de suma positiva. El crecimiento económico, la innovación tecnológica y científica son cosas ventajosas para todos y, con ellas, a la mayoría de nosotros nos va a ir mejor. Esto es algo que se ha dado durante los últimos ciento y pico años.
Imaginemos que reducimos los trescientos mil años de historia del homo sapiens a veinticuatro horas, aun día. Los últimos doscientos años, cuando se ha producido casi todo lo fantástico -el aumento de la esperanza de vida, la reducción de la pobreza extrema, la mejora de la calidad de vida- equivaldrían a los últimos sesenta segundos, que son fantásticos y estamos muy contentos de vivirlos. Pero de aquí no emanan nuestros instintos, nuestras actitudes, nuestros sistemas de creencias. No. Vienen de estos 86.400 segundos anteriores. Nuestra prehistoria es muchísimo más larga. Nos remontamos hacia atrás mucho más que trescientos mil años, así es que no nos debe de sorprender que no nos hayamos adaptado a este nuevo mundo en el que progresamos de forma tan rápida aprovechando nuestras sociedades abiertas. Nuestros instintos nos machacan de forma constante, nos dicen que algo va mal y si a alguien le va bien es a costa nuestra.
En Europa Oriental hay una fábula que explica bien toda esta tendencia. Un día, Dios Todopoderoso se le aparece a Vladimir, que es un campesino pobre y le dice: “Hoy tienes mucha suerte porque hoy te concedo un deseo, el que quieras”. Vladimir está radiante y piensa qué va a pedir, pero Dios Todopoderoso le advierte: “Ten en cuenta que lo que yo te conceda se lo voy a duplicar a Ivan, tu vecino”. Vladimir se viene abajo porque no quiere que le vaya bien a su vecino, así es que lo piensa una y otra vez. De repente, se le ilumina la cara, se le ocurre un plan perfecto y dice: “Señor, ya lo sé. Déjame tuerto”. Porque si pierde un ojo, Iván perderá los dos, así que está incrementando la distancia entre él y su vecino. Esto, nosotros, no lo hacemos como individuos. Intentamos mejorar la cosa al vecino. Pero en cuanto pensamos que somos miembros de una tribu, grupo, partido político, raza, religión, país, socio comercial, ahí empezamos de forma instintiva a maximizar la distancia. Solemos pensar que, a título individual, no tenemos compasión, somos avariciosos, pero cuando llega el día de las votaciones no somos así. Sin embargo, es justo lo contrario. A título individual, intentamos satisfacer a los demás porque esto va a ser bueno para nosotros. A título colectivo, por el contrario, nos comportamos como Vladimir. Intentamos protegernos, queremos agrandar la distancia, sobre todo en tiempos de crisis.
Así se entiende también la historia. A menudo, en tiempos de depresiones económicas, amenazas militares, desastres naturales, pandemias, somos temerosos. Esto dispara este instinto de lucha de la sociedad. Queremos encontrar un chivo expiatorio para luchar contra él. Puede ser el gran capital, o los socios extranjeros. O queremos huir para protegernos, por ejemplo, mediante la legislación que impida el comercio libre. Queremos que los grandes hombres, que los gobiernos, nos protejan. Queremos ser más colectivistas, que la tribu nos proteja. No nos interesa encontrar una base común con otros, queremos defendernos y que la tribu nos proteja. Esto es lo que explotan los demagogos, los líderes autoritarios, en todo el mundo. Muchas veces, los políticos intentan convencernos de que pertenecemos a un gran grupo y los demás grupos -el gran capital, los ricos, los extranjeros, las minorías, otro país- nos amenazan. Así se socava el progreso, porque aprovechamos menos los cerebros, las ideas, la capacidad de producción de los demás porque empezamos a discutir, a guerrear. A veces son guerras comerciales, a veces se trata de guerras auténticas. Esto explica cómo acaban las edades de oro. En tiempos de crisis, muchas culturas empiezan a pensar en arrancarse un ojo para que los demás se queden ciegos, pero eso es un error porque se ciegan y no saben a dónde ir. Hay muchas edades de oro a lo largo de la historia que tienen este primer denominador común.
El segundo es que todas ellas han colapsado, se han acabado, han perdido la confianza en sí mismas, han dejado de pensar en cómo innovar y mejorar a futuro. Empiezan a pensar en cómo esconderse, en cómo protegerse. Todas esas edades de oro han colapsado, menos una. Esa en la que estamos ahora mismo. Pero esto no es automático. Arnold Toynbee discutió con otros historiadores que establecían analogías muy simples entre las sociedades y los seres humanos. Decían que una sociedad había envejecido, se había fatigado, había muerto. Y Toynbee decía que no había fecha de caducidad de las sociedades. Por el contrario, apuntó que las sociedades mueren porque son asesinadas o porque se suicidan y añadía que suele ser, más bien, por suicidio.
Estas son buenas y malas noticias. Las malas son que tenemos esta tentación a cometer suicidio, pero la buena noticia es que podemos decidirlo nosotros. No es que vayamos a morir de viejos. No. Si morimos como civilización es porque nos hemos dejado llevar por esta realidad. Hemos visto al enemigo y el enemigo lo llevamos dentro. Llevamos todo lo bueno y todo lo malo. Borges decía que el tiempo es como un río que me arrastra, pero yo mismo soy ese río. Es un tigre que me destroza, pero yo mismo soy el tigre. Es un fuego que me consume, pero yo soy la llama. Así es que la buena noticia es que no tenemos porqué hacer las cosas igual que otras civilizaciones que han perecido. No. Tenemos que ponernos al día, pensando en este mundo bellísimo que hemos creado para comprender y apreciar el valor de estar abiertos, de poder progresar para crear instituciones que podrían transformar este juego de suma cero a otro de suma positiva, siempre y cuando estemos seguros, contemos con el imperio de la ley, poder aprovechar lo que otros crean, comprenderlo, apreciarlo.
Conferencista
Johan Norberg es escritor, conferenciante y autor de documentales. Es miembro del Cato Institute de Washington D. C. y del Centre for International Political Economy de Bruselas. Ha publicado más de veinte libros que se han traducido a veinticinco idiomas. Progreso (Deusto, 2017) fue un bestseller internacional que The Economist consideró libro del año. Además, se han publicado en español, «En defensa del Capitalismo Global» (Unidad Editorial, 2005) y «Fiasco Financiero«: Cómo la obsesión de los americanos por la propiedad inmobiliaria y el dinero fácil causó la crisis económica (Unidad Editorial, 2015). Norberg escribe habitualmente para medios como The Wall Street Journal, Reason y HuffPost.