CLAVES DE LA INNOVACIÓN

Texto: Matt Ridley – Fundación Rafael del Pino
Imágenes: Cortesía Pixabay

 

Matt Ridley, Doctor por la Universidad de Oxford y Doctor Honoris Causa por la Universidad de Buckingham, Cold Spring Harbor y la Universidad Francisco Marroquín, presenta una interesante explicación sobre cómo surge la innovación, por qué tiene lugar, dónde sucede, por qué se da más rápidamente en unas tecnologías que en otras; expone la diferencia entre invención e innovación y cómo la gente de a pie también puede ser innovadora.

 

Esta conferencia titulada, «Claves de la innovación. Cómo y porqué se desarrolla en libertad», que tuvo lugar en la Fundación Rafael del Pino, en Madrid, España, inicia con la siguiente exposición de Matt Ridley:

La innovación es la adopción por parte de la gente de nuevos hábitos y de nuevas tecnologías. Está presente en todas partes, es un fenómeno generalizado. Todo el mundo ha vivido la innovación en algún momento de su vida, desde hace siglos, pero no entendemos bien cómo surge la innovación, por qué tiene lugar, dónde sucede, más rápidamente en unas tecnologías, más lentamente en otras y luego esto cambia.

La innovación no es lo mismo que la invención. Inventar algo nuevo es fenomenal, pero ese nuevo dispositivo luego tiene que estar disponible, ser asequible y fiable y este proceso lleva más tiempo, es más caro y necesita más ingenio. La innovación es un proceso que se da dentro de la sociedad, es un proceso colectivo en el que participan muchas personas porque para que la innovación tenga lugar hace falta que se compartan ideas. La reacción del consumidor también es esencial. Sin innovación no habría prosperidad ni crecimiento económico, pero no tenemos una buena teoría sobre cómo ni por qué sucede. De ahí el origen de este libro, que es un intento de conjugar una teoría de los orígenes de la innovación.

La innovación tiene que ver con gente corriente y la tecnología, con gente normal y sus hábitos y costumbres. A partir de esta interacción surge una tendencia a experimentar en el caso de algunas personas en algún sitio que deciden tratar de hacer algo nuevo. Esa experimentación es esencial para el proceso mismo de la innovación. No funciona cuando las personas solo prueban una cosa. Cuando se habla con innovadores estos repiten una y otra vez que, en los experimentos, la prueba y el error son esenciales en el proceso.

Un buen ejemplo al respecto sería la invención de los aviones. En diciembre de 1903 había en Estados Unidos dos grupos de personas que intentaban conseguir el vuelo a motor. Uno fue el encabezado por Samuel P. Langley, muy inteligente, muy bien situado, una persona importante, hábil en términos políticos, que era astrónomo y secretario de la Smithsonian Institution. Langley pensó que podía diseñar un avión. Consiguió una beca muy bien dotada del gobierno y lanzó su avión desde un barco en el río Potomac, pero el aparato cayó después de veinte metros de vuelo. Diez días después, en una isla cerca de Carolina del Norte, dos mecánicos de bicicletas de Ohio, los hermanos Wright, consiguieron que su aeronave se mantuviera en vuelo. A lo largo de los años siguientes mejoraron el aparato enormemente. Lo que los hermanos Wright habían hecho bien fue experimentar muchísimo, lo que no hizo Langley. Habían trabajado con planeadores, con cometas, con elementos aerodinámicos, en túneles de viento, durante muchos años antes de pensar siquiera en colocar un motor en uno de los dispositivos.

 

Imagen de Michal Jarmoluk en Pixabay

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Los problemas los resolvieron de forma paulatina, por ejemplo, cómo pilotar en el aire, cómo decidir la ratio entre la altura y el ancho del ala. Se inspiraron en los trabajos de muchas otras personas, de Australia, de Alemania, de Francia. La clave es aprovechar la sabiduría colectiva del mundo, el experimentar, el intentarlo una y otra vez. Este es el método fundamental del que surge la innovación. No se trata de una persona muy lista que se encierra en su despacho y se le enciende la bombilla. De hecho, contamos mal la historia de los inventos porque celebramos a un genio que tiene ese momento eureka. Pero no es así como sucede las cosas. Es un proceso paulatino, colectivo, desordenado, con mucha prueba y error. Si seguimos con la narrativa de los genios inventores que transforman el mundo de la noche a la mañana, confundimos a la gente. De hecho, de alguna forma, obstaculizamos a quienes busquen la innovación.

El Renacimiento en Italia fue un tiempo fantástico, uno de esos momentos, el siglo XV, en el que se produjeron más innovaciones en esa parte de Europa. Estaban Leonardo, Maquiavelo, Fibonacci, que es el matemático que trae a Europa los números hindúes, que son una innovación muy importante. Él no inventó nada, solo los introdujo. La clave es que se trata de ciudades-estado, de centros de comercio. Fibonacci llega de Pisa. Su padre era comerciante y él creció en el norte de África, donde los árabes contaban de forma distinta. El elemento esencial es el comercio, los centros abiertos al comercio mundial. En ellos se va a hacer con nuevas ideas, las va a combinar con otras de otros lugares y van a resultar ideas innovadoras porque la tecnología y las ideas que tenemos ahora son combinaciones de tecnologías que ya existían previamente. Pero hay una excepción, que es importante. Es el hecho de que los imperios no son buenos para la innovación.

El Imperio Romano no innovó mucho. Lo mismo sucedió con el imperio otomano, con el imperio Ming en China, que lo que hacía era impedir la innovación. ¿Por qué? Pues porque, aunque los imperios son zonas de comercio franco, a los que llegan muchas ideas gracias al comercio libre, tienden a estar muy centralizados, tiende a haber mucha burocracia que decide lo que pueden y no pueden hacer las personas. Se ve claramente en el imperio Ming, en el que cada comerciante recibía instrucciones acerca de cuándo podía viajar, a dónde podía ir, qué bienes podía almacenar, etc. Esto asfixia la innovación.

Cuatro siglos antes, China tuvo un periodo de mucha innovación. La imprenta, la pólvora, la brújula, cosas fantásticas bajo la dinastía Sung, que se planteaba las cosas de forma muy distinta a lo que lo hizo después la dinastía Ming. No estaba controlada desde el centro, cada ciudad podía gestionarse libremente. De hecho, gobernaban los comerciantes y eran una serie de ciudades-estado. La estructura política idónea para que surja la innovación es una ciudad-estado, una aglomeración en el Renacimiento en Italia, en los Países Bajos un siglo después, o lo que hemos visto en la zona de la bahía de San Francisco en Estados Unidos en el siglo XX. Las ciudades son importantes porque en ellas se da mucha innovación.

 

Imagen de andreas baetz en Pixabay

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Los hermanos Wright, incluso, vivían en una ciudad, Daytona, que era pequeñita, pero no estaba en medio de la nada. Es más, en aquellos momentos, Ohio era un lugar en el que había mucha innovación, se inventan muchas máquinas, entre ellas, la máquina de coser. Las ciudades son importantes, pero pequeñas ciudades que se autogestionan, no grandes capitales del imperio.

El marco institucional es importante para que florezca la innovación. Es importante contar con una sociedad en la que las personas puedan ganar dinero, gastarlo como quieran, intercambiar ideas gracias a la existencia de medios de comunicación. Todas esas instituciones son importantísimas. En la Inglaterra de la reina Victoria, o en la América del siglo XX, los incentivos idóneos para los innovadores son los que se dieron. Así es que, si decides crear un dispositivo nuevo y vas a experimentar para mejorarlo, puedes obtener una recompensa. Eso puede traducirse en una recompensa económica, en forma de patentes.

Las patentes, sin embargo, no fomentan la innovación. Más bien fomentan el monopolio, que se interpone a la innovación. Hay más innovación cuando prescriben las patentes. Así es que no tiene que ver tanto con la propiedad. Tiene más que ver con las instituciones que permiten el intercambio de ideas, de capital, de inversiones, de personas, que la gente pueda desplazarse y, con ella, su talento. Si pensamos en California, la parte más innovadora del mundo, entre los años 60 y el 2000 ahí pasan cosas muy concretas, muy específicas. Hay mucha gente que viene de todo el mundo, con mucha libertad para pensar. Pero también hay otras cosas muy concretas. Por ejemplo, poder vender parte de la empresa, pero mantener el control. Eso parece que es muy importante. Una y otra vez vemos que, en los países, la gente se encuentra con la innovación, no lo diseñan desde un principio. No hay ningún ejemplo de un país que se siente con un grupo de expertos y diga vamos a organizarnos para ser innovadores, para ser los mejores en innovación. Por tanto, vamos a ser prósperos. Algo se da, pero ha menudo está demasiado centralizado, demasiado dirigido, a menudo el gobierno elige la tecnología.

Un ejemplo contrario muy interesante es China que, ahora mismo, es un país extraordinariamente innovador. No por la libertad política, pero China si es bastante libre en términos económicos. Si alguien constituye una empresa en China, los obstáculos burocráticos son muy inferiores a los de Occidente. China no es una institución a la regla. La institución que más importa es la institución de la libertad.

 

Imagen chenspec en Pixabay

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Necesitamos instituciones educativas. El papel del MIT o de Stanford es importantísimo, pero si pensamos en Inglaterra como ejemplo de país innovador, sobre todo en los 1800s, Oxford y Cambridge no son tan importantes. Hay otras universidades, con aportaciones importantes desde Escocia, en Edimburgo y Glasgow. Pero la gran revolución industrial, esa explosión de innovación que se da en Birmingham y Manchester tiene poco que ver con las universidades. Es bueno tener buenos centros para formar a la gente y para la investigación, pero tendemos a exagerar que el punto de partida proceda de la universidad porque tendemos a pensar en modelo que nos dice que en la universidad se genera la ciencia, esa ciencia se aplica gracias a las inversiones y esto da lugar al crecimiento económico. Es un modelo linear en el que se empieza con la ciencia, se sigue con la tecnología y luego se coloca en el mundo de los negocios. 

A veces pasa, pero, sorprendentemente, muchas veces no funciona así. Surge una tecnología y luego hay que explicar la ciencia subyacente. Por ejemplo, las vacunas. Se inventaron hace tres siglos y no teníamos ni idea de cómo funcionaban. De hecho, durante siglos no supimos cómo funcionaban y todavía no lo sabemos bien. Sabemos algo acerca del sistema inmunológico, pero no entendemos por qué algunas vacunas funcionan y otras no. Otro ejemplo es la máquina de vapor, que se inventa antes de que se desarrolle la ciencia de la termodinámica. Se da una relación entre la tecnología y los negocios, por una parte, y la ciencia y las universidades por otra. A veces va en una dirección, a veces en la otra y la verdad es que es muy útil contar con estas instituciones, pero no debemos esperar de ellas que sean la fuente, el origen de toda la innovación. Se les presiona demasiado si se piensa así. Estas instituciones muchas veces deberían ser el resultado de la innovación, no su semilla.

La gente de a pie también puede ser innovadora. Debemos olvidarnos de que solo los genios pueden ser innovadores. Muchas veces, cuando hablamos a los niños en el colegio parece que les decimos que, a no ser que tengan la creatividad en sus venas, no pueden conseguir nada, pero no es así. Si volvemos a los hermanos Wright, ninguno de ellos había pasado por la universidad. Su hermana sí, pero ellos no, pero su rival, Langley, sí, tenía un doctorado. Hay muchos ejemplos de personas normales que han aportado muchísimo. John Harrison, que resuelve el problema de determinación de la longitud en el siglo XVIII era un relojero de Yorkshire. Todos los astrónomos famosos de entonces rechazaban a Harrison porque era relojero. Pero, a la postre, él fue quien resolvió el problema.

 

Imagen de Gerd Altmann en Pixabay

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También hay otro fenómeno, relativamente nuevo, que es el de la innovación libre. El consumidor normal desarrolla la innovación que se utiliza en la tecnología, por ejemplo, los padres de niños diabéticos que quieren medir su nivel de azúcar en la sangre vía remota mientras los niños están en el colegio. Un grupo de padres se reunió y desarrolló un programa informático para hacerlo y se lo vendieron a las empresas que estaban desarrollando los dispositivos para medir el azúcar en sangre. Esta es una innovación generada por el usuario mismo.

Internet también es buen ejemplo. Podemos decir que los inventores de la computación por paquetes son importantísimos. Podemos decir que internet existe porque existen ordenadores. Pero son aportaciones mínimas si lo comparamos con el trabajo de millones de usuarios que innovan poco a poco en cómo utilizan internet y otras personas aprenden de esos cambios. Hay mucha innovación libre. Es lo mismo que sucede con los idiomas. El español será como el inglés: aparecen palabras, desaparecen palabras, las palabras cambian de sentido a lo largo del tiempo. El cambio no se produce porque haya un comité decidiendo qué palabras se van a usar y cuáles no. Lo hacemos todos juntos, es un fenómeno colectivo.

El papel de la mujer en la innovación es importantísimo y el ejemplo de las vacunas es perfecto. La persona que trae las vacunas a Europa desde Constantinopla es una inglesa, lady Mary Wortley Montagu, la esposa del embajador en Turquía. Ella conoció a las mujeres del harem del sultán y descubrió que tenían la práctica de inocularse vía saliva. Cuando volvió a Londres, convenció al príncipe de Gales para que lo intentara. No era una vacunación, era una inoculación, pero dio lugar a esta misma idea, a una versión más segura que es la vacuna. Así es que en el origen de la vacuna están las mujeres, no solamente lady Mary, sino también las mujeres del harem. En los años 30, en Estados Unidos, aparecen también unas mujeres que desarrollan una vacuna para la tosferina, en cuatro años, en su tiempo libre. Eran bacteriólogas que trabajaban en este campo, pero este no era su proyecto principal. Lo hicieron y a todos les sorprendió, nadie se lo pudo creer. Pero lo consiguieron y pudieron convencer al mundo con la ayuda de Eleanor Roosvelt.

 

Imagen chenspec en Pixabay

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Las mujeres también han desempeñado un papel importantísimo en el mundo de la informática. Esta Grace Hopper, y otras mujeres, que desarrollaron prácticamente todas las rutinas de software que ahora son importantísimas para la computación, porque a los hombres les parecía que lo importante era el hardware, mientras que el software era una extensión del trabajo, lo que hacían las mecanógrafas, así que lo dejaban en manos de las señoras. Fueron unas mujeres extraordinarias que desarrollaron las técnicas de programación, las subrutinas y demás.

Las mujeres desempeñan un papel tan importante en la innovación como el de los hombres, pero, hasta cierto punto, lo hacen de forma distinta. No hay tanto revuelo acerca de la recompensa. Las mujeres a las que debemos la vacuna de la tosferina nunca intentaron lucrase, nunca se plantearon patentarlo, ni se enriquecieron. Tampoco se hicieron famosas, en parte porque estalló la Segunda Guerra Mundial mientras trabajaban en ello. No se ve a mujeres participando en peleas tremendas en los tribunales por las patentes, que sí se dan a menudo cuando los que innovan son varones. Por ejemplo, Morse, Marconi, los hermanos Wright, dedicaron años de su vida a pelearse en los tribunales defendiendo su derecho como inventores ante los rivales. Quizás las mujeres no están tan dispuestas a perder el tiempo de esta forma.

Los innovadores tienen algunos rasgos comunes, pero es sorprendente ver muchas excepciones a la regla. Por ejemplo, Gordon Moore, la persona que ha sido absolutamente esencial para el chip, el circuito integrado, Intel, etc., ha sido fundamental como innovador, ha sido el corazón de Silicon Valley. Si pensamos en el vecino típico de Silicon Valley es un inmigrante, poco razonable, impaciente, exigente, agresivo, con mucha energía, muy vital, como Steve Jobs. Pero Gordon Moore es justo lo contrario. Nace en California, a pocas millas de donde vive ahora mismo. Es increíblemente tranquilo, amigable, nada agresivo, es muy razonable, justo lo contrario de cómo era Steve Jobs. Así es que hay una personalidad, unos rasgos típicos. Pero sí hay algunos rasgos imprescindibles. Hay que ser una persona con amplitud de miras porque el inventor tiene que darse cuenta de que hay algunas cosas que no funcionan, pero otras sí, así es que hay que cambiar de rumbo rápidamente. Por ejemplo, Art Fry, el inventor del post it. Él estaba intentado desarrollar un pegamento para el papel y resultó que descubrió que lo que hacía no servía para nada. Pero también descubrió que eso podría servirle para su libro de himnos, porque cantaba en un coro. Así se dio cuenta de que podía cambiar de rumbo. Aparece la serendipia, el estar listo para cambiar de pronto. No todo el mundo tiene esta flexibilidad.

También hay que tener voluntad de compartir. La historia de Langley muestra que el intentar hacer las cosas por uno mismo, sin compartir el secreto, no funciona. Hay que sentarse con el vecino y pensar juntos. Estos son los rasgos que necesitan los innovadores. Pero las personas no importan tanto como podemos pensar. Hay veintiuna personas distintas en el mundo que inventaron la bombilla al mismo tiempo. Si no hubiera vivido ninguna de estas personas, a alguien se le hubiera ocurrido la bombilla. Lo mismo cabe decir del motor de búsqueda. Si no tuviéramos Google tendríamos otro motor de búsqueda. Así es que hay una cierta inevitabilidad acerca de ciertas innovaciones con lo que la personalidad puede ser, de hecho, una distracción.

 

Imagen de Dmitry Abramov en Pixabay

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La introducción de la patata en Europa también es innovación. Es uno de los ejemplos que contiene el libro que no se refiere a máquinas, a dispositivos, pero que representaron una novedad, una nueva práctica, un nuevo hábito, una nueva costumbre, algo distinto. La patata es una innovación tremenda en Europa. No solo alimenta a mucha gente y necesita poca tierra. También se almacena fácilmente, es una forma excelente de alimentar a los ejércitos, con lo que la maquinaria de la guerra sigue funcionando, etc.

La llegada de la patata a Europa fue muy difícil. Hubo mucha oposición. En Inglaterra, por ejemplo, muchos sacerdotes denunciaban que la patata venía de España, que es un país católico. Los franceses también se negaron a aceptarla. Se aceptó gracias a los alemanes, que no hacían más que comer patatas. El ejército de Prusia estaba mejor alimentado que los demás ejércitos. A la vista de ello, otros países organizaron campañas centralizadas para persuadir a la gente de que comieran patatas. Incluso María Antonieta participó en esta campaña, colocándose flores de patata en el pelo.

La patata tiene su origen en el Perú. La traen a Europa los conquistadores. Crece a una gran altitud en los Andes, donde el día dura lo mismo todo el año. Al principio, el cultivo de la patata no fue fácil en Europa porque las condiciones no eran las mismas. Durante un tiempo se cultivó en las islas Canarias para aclimatarla, para cambiarle la genética, hasta que pudo crecer y prosperar en el clima europeo.

El café es otra innovación, que llega más o menos al mismo tiempo que la patata. La patata viene de Sudamérica, el café viene de África. De nuevo, hubo una prohibición tremenda. Cuando llegó el café, lo prohibieron. Los gobernantes, los reyes, estaban constantemente ilegalizando el café porque al sector del vino y la cerveza no les gustaba este competidor y alegaban unas razones rarísimas. Por ejemplo, decían que habían visto que café era terrible porque secaba los riñones y envenenaba el hígado. Ese es un ejemplo muy temprano del principio de precaución. Otra razón es porque el café se consumía en cafés. En ellos se molía, se tostaba, se hacía y la gente iba, se sentaba, tomaba café, hablaba y, a veces, hablaba mucho y se emocionaba porque el café le animaba. Entonces se criticaba al rey. Por eso se prohibió. En el siglo XVI, el rey Carlos II prohibió los cafés alegando que allí circulaban noticias falsas.

 

Imagen de Vinson Tan (楊 祖 武) en Pixabay

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Todos pensamos que nos gusta la innovación. Nos acordamos, por ejemplo, de cuando llegó el móvil, pero hay muchas tecnologías de las que sospechamos. Hay campañas en su contra, por ejemplo, en el caso del café o de la modificación genética. La ingeniería genética de las plantas es una gran tecnología que ha conseguido unos éxitos enormes en Latinoamérica, en América del Norte, pero en Europa se rechaza por precauciones del tipo qué le va a pasar al clima, a la tierra, al ser humano. Son unas teorías descabelladas, pero es muy difícil superar esta oposición por tres razones. Primero, por las campañas en su contra por intereses creados por tecnologías que ya existen. Es el caso de los vinateros y cerveceros contra el café, o las farmacéuticas en contra del cigarrillo electrónico, porque tiene un mercado importante con los chicles y parches de nicotina. 

La segunda razón es que las burocracias son muy cautas. Las agencias gubernamentales dicen no lo conocemos muy bien, vamos a legislar para que no haya innovación porque les preocupa lo que vaya a suceder. La tercera razón es psicológica, es que el ser humano sospecha de lo nuevo, recela de ello. Cuando lo nuevo es muy útil, como el teléfono móvil, lo que dice el ser humano es que le da igual lo que se diga porque es un aparato tan fantástico que no le importa que le digan que las ondas le van a freír el cerebro. En general, la innovación supera esta barrera psicológica cuando es útil para el consumidor, pero cuando parece que solamente es ventajoso para el productor, que es lo que pasa con las cosechas genéticamente modificada, el consumidor está menos dispuesto a adoptarlo.

La innovación tiene ventajas económicas. La más importante es que mejora el nivel de vida de la población. Por eso, podemos permitirnos el ayudarnos. Lo que preocupa de la innovación es su impacto sobre el empleo, la posibilidad de que destruya puestos de trabajo. Esta es una preocupación que lleva cientos de años, desde las primeras trilladoras, cuando la gente pensó que se acabó el empleo. En los años 60 hubo mucha preocupación acerca de la informática en las fábricas porque daría lugar a un desempleo masivo y ya no habría trabajo. Pero resulta que la innovación da lugar a nuevos empleos, por ejemplo, ingeniero de software o auxiliar de vuelo. Si no hay ordenadores, no hay quien desarrolle programas, y si no hay aviones, no hay personal de vuelo. Así que la tecnología nos ayuda en este sentido. Es comprensible que haya quien se preocupe por la destrucción de empleo que pueda implicar la inteligencia artificial. Habrá trabajos que desaparezcan, otros aparecerán.

Pero la innovación nos proporciona más ocio sin destruir empleo. Lo vemos al contemplar lo que hacía una persona media hace cien años. Dejaba de estudiar a los quince años, se moría a los sesenta, trabajaba sesenta horas a la semana. El 25% de su vida lo dedicaba al trabajo. Hoy, en cambio, una persona que llega a los ochenta ha trabajado cuarenta años, ha acabado los estudios a los 25, se jubila a los 65, trabaja 39 horas a la semana. Solo se dedica al trabajo el 10% de la vida. Esto es extraordinario. Lo que nos dice esto es que, en este mundo mecanizado, podemos producir aquello que necesitan otros dedicándole solo el 10% del tiempo y puedes consumir lo que otros producen el 90% del tiempo restante. Esto es lo que hemos conseguido gracias a la tecnología. Hay algo interesante cuando pensamos en cómo funciona el mundo y es comprender que hemos ido distanciándonos de la autosuficiencia a lo largo de cientos de miles de años, así es que en vez de producir cada uno aquello que consume, cada uno produce menos cosas y se especializa. 

Es su trabajo y, a cambio, consume una gran diversidad de cosas, comida, películas, etc. Todo ello esta al alcance de la gente destinándole solo un poco de tiempo. Así es que cuando la gente dice que la vida es más aburrida, más monótona, se le olvida el hecho de que la mayor parte de la vida la dedica a consumir lo que otras personas han producido.

Europa tiene un problema con la innovación en general: no ha sabido engendrar gigantes como Amazon, Apple, o Alibaba en China. No ha sabido implementar nuevas tecnologías, las de la energía, las biotecnologías, etc., no al mismo ritmo al que lo han hecho otras partes del mundo, porque intenta gestionarse como si fuera un imperio y la filosofía de la Comisión Europea es la armonización. Esto no funciona tan bien como funcionaría el decir que, si es seguro en España, entonces es seguro en Inglaterra, aunque la forma de decirlo sea distinta. No permitimos la diversificación de la experimentación, que sí se da en América, porque es un estado federal, y sí se da en Asia porque son distintos países que hacen cosas diferentes. ¿Cómo hacerlo en España? No va a ser fácil. Habría que pensar en distintas reglas en distintas partes del país, por ejemplo,  regímenes fiscales algo distintos, que haya puertos francos en distintas partes del país, reforzar la especialización en ciertas tecnologías en ciertas regiones.

 

Matt Ridley

Matt Ridley.

 

Conferencista

Matt Ridley, escritor científico, ha desarrollado una intensa actividad como periodista, político y también como dirigente en el mundo corporativo. Trabajó para The Economist durante nueve años como editor científico y corresponsal en Washington y fundó la columna Mind and Matter en el Wall Street Journal.

Fue presidente fundador del  International Centre for Life y como Vizconde Ridley, fue elegido miembro de la Cámara de los Lores donde formó parte del Science and Technology Select Committee. Es miembro de la Royal Society of Literature y de la Academy of Medical Sciences, así como miembro honorario de la American Academy of Arts and Sciences.

Ha desarrollado una prolífica actividad literaria, por la que ha recibido numerosos reconocimientos como el Hayek Prize, el Julian Simon Award y el Free Enterprise Award del Institute of Economic Affairs, entre otros.

 

Fuente: Fundación Rafael del Pino