Texto: Andrés Velasco, ex candidato presidencial y ministro de Finanzas de Chile, profesor en la Universidad de Columbia.
NUEVA YORK – Se supone que estamos en la era de los bancos centrales poderosos, dispuestos a esgrimir su potencia a nivel mundial. No obstante, el más poderoso de todos – la Reserva Federal de Estados Unidos [la Fed] – también es el banco central más reacio a reconocer su alcance global.
Al igual que todos los bancos centrales, la Fed, tiene un mandato local, el que se enfoca en la estabilidad de los precios y en el empleo a nivel nacional. Sin embargo, a diferencia de la mayor parte de los bancos centrales, la Fed tiene responsabilidades globales. Esta tensión constituye la raíz de algunos de los problemas más amenazantes que la economía mundial enfrenta hoy día.
El que la Fed tenga responsabilidades a nivel global obedece a dos razones que se relacionan estrechamente entre sí, pero ninguna de las cuales tiene mucho que ver con la necesidad de evitar las «guerras de monedas» que tanto preocupaban a Guido Mantega, ex ministro de Hacienda de Brasil.
En primer lugar, a pesar de la creación del euro y de la supuesta ascendencia del renminbi chino, el dólar continúa siendo la moneda preferida para contraer y otorgar préstamos a través del mundo. Cuando un banco o una empresa de Kuala Lumpur, Sao Paulo o Johannesburgo consigue un crédito en el exterior, es más probable que este se encuentre denominado en dólares que en cualquier otra moneda.
Si un banco local sufre una corrida, o si una empresa tiene problemas para renovar su deuda, se verá ante la necesidad de pedirle un crédito en dólares a su banco central, el cual, a su vez, puede que no tenga otra opción que solicitar esos dólares a la Fed. Cuando en 2007–2008 la Fed entró en acuerdos de intercambio de moneda con 14 bancos centrales, entre ellos los de cuatro economías emergentes (Brasil, México, Singapur y Corea del Sur), reconoció que es, de facto, el prestamista mundial de última instancia en dólares.
Sin embargo, según argumentan sus gobernadores, no se puede esperar que la Fed actúe de tal modo de manera habitual. En un discurso que pronunció en 2015, Stanley Fischer, uno de los gobernadores de la Fed que presta más atención al ámbito internacional, reconoció que un banco central global facilitaría la estabilidad financiera del mundo, pero finalizó diciendo: «Debemos dejar en claro que la Reserva Federal de Estados Unidos no es dicho banco».
La segunda razón por la cual la Fed tiene responsabilidades de orden global, es que sus políticas repercuten en las condiciones monetarias de todo el mundo. Existe cada vez más evidencia de que los shocks de política monetaria afectan las primas de riesgo, y que este canal opera a nivel internacional tanto como nacional, con consecuencias cuantiosas. En el episodio ocurrido en 2013 que se conoce en inglés como «temper tantrum», la mera insinuación de que la Fed podía disminuir el ritmo de su programa de adquisición de bonos, dio origen enormes salidas de capital y a bajas en los precios de los activos en la mayor parte de las economías emergentes.
La respuesta tradicional de la Fed, expresada elocuentemente por su expresidente, Ben Bernanke en la Conferencia de Investigación celebrada por el FMI en 2015, es simple: Dejen flotar sus monedas. El trilema estándar de la política monetaria internacional sostiene que en un país no pueden existir de manera simultánea un tipo de cambio fijo, la independencia monetaria y el movimiento libre de capitales, aunque sí pueden coexistir dos de estos tres elementos. Los países que permiten que su moneda flote tienen libertad para fijar las tasas de interés y para determinar las condiciones financieras a nivel nacional, incluso ante una situación de gran movilidad internacional de los capitales. Si no lo hacen – porque tienen metas para sus exportaciones o el tipo de cambio real – el problema es de ellos. Según señaló Bernanke, no se puede esperar que la Fed les preste asistencia.
Sin embargo, lo sostenido por Bernanke no es del todo convincente. Como lo afirma Hélène Rey, académica de London Business School, el canal de «asumir riesgos» de la política monetaria es tan poderoso a nivel internacional que las políticas de la Fed determinan en forma parcial las condiciones crediticias en muchos países, independientemente de sus regímenes cambiarios. Cuando la Fed relaja sus políticas, el crédito crece en todas partes del mundo y vice versa. De modo que no se trata de un trilema sino de un dilema con respecto a las políticas: es posible que se necesiten restricciones a la cuenta de capital – no solo tipos de cambio flexibles – para que los bancos centrales puedan ejercer un nivel de control efectivo sobre las condiciones internas de crédito.
La renuencia por parte de la Fed de servir como el acreedor mundial de última instancia, o de reconocer que los movimientos cambiarios no pueden neutralizar plenamente los efectos internacionales de sus acciones, parecería condenarla a ser una institución de mente estrecha y centrada en sí misma. Sin embargo, aún no llega el momento en que Donald Trump pueda empezar a aplaudir.
El mandato interno de la Fed le requiere que reconozca, según afirma Fischer, que «los efectos de la retroalimentación que tienen entre sí la economía estadounidense y las economías del resto del mundo, son de gran importancia». Y la magnitud de estos efectos va en aumento.
Históricamente, a la hora de justificar sus decisiones sobre las tasas de interés, la Fed no ha prestado mayor atención a las consecuencias que las condiciones internacionales tienen sobre la economía estadounidense. No obstante, en septiembre de 2015 rompió con su tradición. En las minutas oficiales de la reunión en que se fijó la tasa, así como en las de la conferencia de prensa que posteriormente dio su presidenta Janet Yellen, figuran menciones a la agudización de las incertidumbres en el exterior, entre ellas la debilidad de la economía china, como razones claves para dilatar el aumento de la tasa de interés por parte de la Fed.
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