SANEAR A
LOS BANCOS CENTRALES
ROL CONSTITUCIONAL DE LOS BANQUEROS
Texto: Ann Pettifor – Project Syndicate
Imágenes: Cortesía Google
LONDRES – Hace cincuenta años, un presidente norteamericano cerró la ventana del oro, puso fin a los controles de capital y lanzó una nueva era de finanzas globalizadas. El “Nixon Shock” reformuló el sistema monetario internacional de la noche a la mañana, y luego cambió gradualmente el estatus de los banqueros centrales. En lugar de actuar como servidores de la economía doméstica, los responsables de las políticas monetarias se han convertido en amos de la economía mundial globalizada y financiarizada. Y este desenlace incide directamente en nuestra capacidad para abordar los problemas del cambio climático y la pérdida de biodiversidad.
A pesar de su mística tecnocrática, los banqueros centrales son funcionarios públicos de designación política en nóminas gubernamentales y su autoridad sigue emanando de los contribuyentes en sus respectivas jurisdicciones. Como observa el ex vicegobernador del Banco de Inglaterra, Paul Tucker, “el derecho a generar dinero siempre es, implícitamente, una capacidad para imponer impuestos”.
El estatus y el rol constitucional de los banqueros centrales es, por lo tanto, esencialmente una cuestión democrática, no una cuestión económica o técnica. En su calidad de gestores de instituciones públicas que ejercen un monopolio sobre la emisión de monedas y liquidez, manejan instrumentos fabulosos y poderosos que se pueden utilizar sólo porque cuentan con el respaldo de los tesoros gubernamentales.
Los tesoros, a su vez, están respaldados por los recursos fiscales de un país –incluidos los ingresos tributarios- y por instituciones públicas que son vitales para el sector financiero privado, como el sistema judicial encargado de hacer cumplir los contratos. Cuanto más sólidas son las instituciones públicas y la base imponible de un soberano, más expansivos son los poderes del banco central para generar liquidez y mejor calificados estarán los bonos y la moneda del país.
A pesar de la ideología de larga data de los “mercados libres”, el capitalismo siempre ha dependido de las instituciones y recursos públicos para sus plusvalías y ganancias, de la misma manera que los bancos centrales siempre han presidido un sistema financiero público-privado híbrido. Lo que es novedoso es hasta dónde se han expandido y desplegado los recursos de los bancos centrales (balances) en beneficio privado de mercados de capital vastos, desregulados y sistémicamente riesgosos en el sistema de la “banca en las sombras”.
Al describir la historia de estos acontecimientos, el economista político Benjamin Braun, sostiene que “la crisis de estanflación de los años 1970 y la arremetida contra la inflación que demolió la mano de obra, perpetrada por el ex presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Paul Volcker, en Estados Unidos, a comienzos de los años 1980”, transfirieron la responsabilidad de la política monetaria de los responsables directos a los representantes electos. Desde entonces, sostiene Braun, el capital financiarizado ha dependido de que bancos centrales y tribunales arbitrales “independientes” lo protegieran “de la democracia local”.
Mientras tanto, el Banco de Pagos Internacionales, ha cotejado el valor de las medidas fiscales, monetarias y macroprudenciales extraordinarias que los bancos centrales han implementado desde 2007, para apuntalar a los mercados financieros privados y mitigar sus impactos económicos adversos. En particular, los economistas del BPI perciben que los programas de los bancos centrales para comprar activos privados representaron la mitad de todas las compras en este período. Y como han demostrado otros investigadores, un porcentaje significativo de estos flujos financieros se han destinado a sustentar los combustibles fósiles y otros sectores con altas emisiones de carbono.
Las cifras generales de las que estamos hablando aquí son gigantescas. A comienzos de este año, el balance del Eurosistema, superaba los 7 billones de euros (8,3 billones de dólares), que es más del 60% del PIB de la eurozona. El balance del Banco de Japón hoy está en 130% del PIB. El de la Fed creció de 4,3 billones de dólares a mediados de marzo de 2020 a un pico de 8,2 billones de dólares a fines de julio de 2021. Eso equivale a alrededor del 40% del PIB nominal de Estados Unidos, un nivel nunca visto desde la Segunda Guerra Mundial.
Asimismo, desde 2007, los banqueros centrales han utilizado su autoridad pública para influir, formular y participar en el enorme sistema de banca en las sombras de 52 billones de dólares, donde se han convertido en operadores privados de último recurso, y en creadores de mercado de primer recurso. La expansión de la banca en las sombras viene del período 1981-2014, cuando 30 gobiernos en todo el mundo decidieron privatizar sus fondos de pensión. Como resultado de ello, una gran reserva de ahorros del mundo fluyó a fondos de gestión de activos en mercados de capital globalizados y extremadamente desregulados. Como las sumas eran tan voluminosas, los bancos comerciales tradicionales no podían hacerse cargo y así surgió el sistema de banca en las sombras.
Estas decisiones políticas anteriores para financiarizar la economía global todavía nos acompañan, y obstaculizarán nuestros esfuerzos por enfrentar retos sociales más amplios como el cambio climático. Considerando el estado precario de la biósfera, es imperativo re-orientar las actividades de los bancos centrales hacia lo que Braun llama, “propósito público”, dejando atrás la tarea de sustentar las ganancias privadas en los mercados de capital.
La humanidad hoy está enfrentando un clima y amenazas ecológicas que son aterradores. Si bien todavía existe la posibilidad de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero al ritmo necesario para mantener el calentamiento global por debajo de 1,5° Celsius, la pérdida de biodiversidad ya está muy avanzada. De hecho, estamos avanzando hacia el punto de colapso civilizacional más rápido de lo que habían pensado los científicos. En una investigación publicada en los Procedimientos de la Academia Nacional de Ciencias en junio de 2020, Gerardo Ceballos, Paul R. Ehrlich y Peter H. Raven, sostenían que “la sexta extinción masiva en curso puede ser la amenaza ambiental más grave para la persistencia de la civilización, porque es irreversible” (el énfasis es propio).
Muchos, incluso figuras clave en la administración del presidente norteamericano, Joe Biden, creen que garantizar la supervivencia de la civilización humana es una tarea que se puede dejar en manos de los mercados de capital privados. En su primera conferencia de prensa como enviado climático de Estados Unidos, John Kerry le rindió homenaje al CEO de BlackRock, Larry Fink, un hombre consciente del clima y le rogó a Wall Street que saliera al rescate del plan climático de la administración. La asesora nacional sobre clima de Estados Unidos, Gina McCarthy, luego hizo hincapié en este punto: “La pregunta no será si el sector privado lo va a abrazar o no; el sector privado lo va a impulsar”.
En la Gran Depresión, la cara que la mayoría de los norteamericanos asociaban con la respuesta era la del presidente electo democráticamente Franklin D. Roosevelt. ¿Ahora se supone que tenemos que mirar a un gestor de fondos no electo y no responsable –o quizás al presidente de la Fed, Jerome Powell – para que rescate a la civilización humana del colapso? La estructura presente de las finanzas globalizadas se presta precisamente a este desenlace poco democrático. Pero debemos resistirnos, a menos que queramos que a la crisis climática se sume un retorno del fascismo.
Si pretendemos evitar tanto un colapso político como climático, necesitaremos transformar el sistema monetario internacional para que defienda la democracia y la autonomía en materia de políticas de los estados-nación. Eso implica volver a introducir controles de capital, volver a regular la banca global, volver a nacionalizar las pensiones y devolverles el poder político y económico a las asambleas electas –no simplemente a sus ejecutivos y a los banqueros centrales.
Sin duda, la separación de poderes entre los bancos centrales y los políticos, tendrá que mantenerse para evitar la corrupción. Pero habrá que exigirles a los banqueros centrales, mediante legislación, que re-orienten su enorme conjunto de herramientas de planificación a las necesidades de la democracia y de la economía doméstica.
Hace cincuenta años, una decisión política de un presidente electo y sus asesores transformó la arquitectura financiera internacional, de la noche a la mañana. Esas transformaciones democráticas son absolutamente posibles, y hoy se necesita una con urgencia.
Articulista
Ann Pettifor, directora de Investigación de Políticas en Macroeconomía, es la autora de The Case for the Green New Deal.
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